El nuevo
Juan se subió al pequeño
taburete de madera del baño para mirarse una vez más al espejo. Su abuela lo
había peinado con esmero, mojándole el cabello con la colonia que le ponían los
domingos para que la raya a la derecha se le marcase a la perfección y ningún
pelo se saliese de su sitio. Volvió a atusarse la camisa celeste que estaba
estrenando, desde que lo vistieron se había portado muy bien para que no se le
arrugase la ropa como le había advertido su abuelo. Apenas había podido tomarse
la leche del desayuno, el nudo que sentía en el estómago era cada vez mayor,
pero se había esforzado para acabarlo. Tan sólo le habían dicho que hoy se
convertiría en hermano mayor y que, desde ese momento, tendría que dar ejemplo
al pequeño bebé que llegaría a casa en brazos de su madre. Meses atrás,
mientras cenaba toda la familia, se atrevió a preguntar cómo había llegado el
niño al abultado vientre de su madre y cómo saldría de allí pero sólo obtuvo
silencio y una mirada de su padre que le dejó claro que no debía preguntar
nunca más. Aun así, mientras Clara, su niñera, le ponía el pijama volvió a
probar suerte. La joven le contó una historia sobre abejas, polen y cigüeñas
que no sirvió para despejar ninguna de sus dudas. Tras comprobar que su aspecto
seguía siendo impecable volvió al salón donde sus abuelos tomaban el café en la
mesa de comedor. El abuelo, absorto en el periódico del día y la abuela mirando
al frente perdida en sus pensamientos, algo raro en ella ya que siempre estaba
parloteando al abuelo, aunque éste no levantara la vista del papel. Se acercó
al transistor que tenían junto al sofá y pulsó el botón rojo, de repente la voz
profunda de un hombre retumbó entre las paredes de la sala sobresaltando a la
pareja. Su abuela levantó una ceja amenazante y su abuelo sonrió negando con la
cabeza mientras volvía a su lectura matinal. Decidió sentarse junto a él, le
encantaba cuando le dejaba mirar las letras, le parecían largas serpientes, delgadas
y negras. ¡Cómo deseaba aprender a leer para acompañar al abuelo!
No sabía cuánto tiempo
llevaba mirando el periódico cuando el timbre resonó con fuerza. Su corazón se
saltó un latido ¿serían sus padres? Guardó silencio y de lejos, al fondo del
pasillo, escuchó a Clara decir con un tono extraño de voz «cuchi, cuchi, qué cosa tan bonita». Su
abuela se levantó de un salto y el abuelo plegó las páginas sobre la mesa. Al
momento la puerta acristalada de la sala se abrió y aparecieron sus padres con
un pequeño bulto celeste del que salía un llanto estridente y continuo. Los
abuelos rodearon a los recién llegados, dejándolo detrás sin poder ver nada.
Entonces su madre lo llamó y se agachó frente a él:
—Juan
te presento a Rodrigo, tu hermano pequeño —dijo destapando una toca que había
visto tejer a su madre durante muchas noches. Cuando se asomó sobre el bulto, éste
dejó de llorar y entreabrió los ojos grises y vidriosos. Le pareció una cosa
horrorosa, arrugada y muy roja. «¿Ese era su hermano? Con eso no podría jugar»
pensó. Pero al mirar la sonrisa de su madre decidió no dar su opinión y se
limitó a abrazarla y darle un beso. La había echado de menos.
Llevaba
toda la tarde aburrido. Muchísimas personas habían pasado por el piso pero
ninguna le había dicho nada a él. Su madre había abierto cientos de paquetes de
diferentes formas y colores, pero ninguno contenía nada interesante ni que
sirviese para jugar. Si eso era ser hermano mayor, no quería seguir siéndolo.
Pensó que esa noche debía preguntarle a Clara si las abejas y la cigüeña esas de
su historia podían venir otra vez para llevarse al nuevo miembro de la familia de
donde quiera que hubiese salido. Mientras su madre despedía al último visitante
del día escuchó otra vez el llanto agudo de su hermano. Esperó a que alguien
acudiera volando pero al cabo de un minuto nadie apareció, seguían charlando en
la entrada con los vecinos. Miró hacia el pasillo de los dormitorios y decidió
asomarse a la habitación de sus padres. Aguardó en la puerta, aquella bolita
roja no paraba de llorar. Despacio se acercó a la pequeña cuna con dosel blanco
y se asomó con cautela. Su hermano había perdido el chupe, así que se lo acercó
a la boca como había visto hacer a la madre. De repente, el pequeño agarró con
fuerza unos de sus dedos y Juan se quedó inmóvil, con los ojos muy abiertos y
sus labios formando una «o» enorme. Tras tomar su dedo, el bebé cerró
los ojos y volvió a dormirse. Juan permaneció allí sin retirar la mano durante
no sabe cuánto tiempo, le gustaba el tacto de esos dedos diminutos y el
calorcito que había invadido su pecho desde el momento en que los había rozado.
Empezaba a gustarle ser hermano mayor.
Me ha encantado.
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