Ochomesino
Descolocado,
Pedro, se acercó al único taxi que había en la parada para retomar su camino
hasta la estación. Estos contratiempos no los llevaba bien. Lo ponían más
nervioso de lo que ya estaba por la entrevista que tendría al día siguiente en
la redacción de El País. Su manía por organizar y controlar cada minuto de su
vida lo volvían vulnerable ante los imprevistos que se presentaban sin
invitación alguna. Pero, por fortuna, allí había un taxi que podría llevarlo.
Justo cuando fue a abrir la puerta una joven le llamó la atención, asegurándole
que ese coche era para ella ya que lo había solicitado por teléfono. Pedro notó
el sudor bajando por su impoluta camisa blanca. Esto sí que era un revés del
destino. No podía, bajo ninguna circunstancia, perder el tren. Le pidió al
chofer que avisara a un compañero para que viniese por él, pero el taxista le
advirtió que, con el partido a punto de comenzar, tendría que esperar bastante.
La chica que observaba impaciente la conversación de ambos se acercó al coche
al escuchar que Pedro iba a la estación y, ya que ese era también su destino, lo
invitó a compartir trayecto. Pedro titubeó varios agradecimientos y la ayudó a
guardar la maleta de piel que llevaba en el portaequipajes junto a la suya,
mucho más modesta. La chica, que se llamaba Aurora, también iba a Madrid en el
mismo tren; iba a visitar a unos tíos que vivían en la capital con la esperanza
de encontrar trabajo de camarera o de lo que fuese. Quería escapar de su
conservadora familia y conocer eso que se llamaba la movida y que abría tantas
puertas a jóvenes aspirantes a actriz. Porque ella, aunque no había estudiado
actuación, siempre había destacado en las obras de teatro del colegio y del
centro cultural del barrio. Aurora era el contrapunto de Pedro, que escuchaba
fascinado las aventuras de la joven díscola. Él, que había estudiado en la
Universidad, no tenía ni la mitad de experiencias juveniles que ella le fue
narrando en las muchas horas que el tren tardó en llegar a Atocha. Ya en Madrid,
en el momento de la despedida ella le anotó en un papel el teléfono y la
dirección de la casa de sus tíos. Quería que la llamara para darle la buena
noticia de haber conseguido el empleo que lo había empujado a dejar su hogar.
La muchacha estaba segura de que lo lograría. Cuarenta y ocho horas después
Pedro estaba en un portal de la calle San German, iba a celebrar con su única
amiga de Madrid que había conseguido un puesto de reportero en prácticas en uno
de los diarios más prestigiosos del país y, aunque no cobraría mucho, podría
alojarse en una pensión y medio vivir hasta que lo ascendieran. Aurora, loca
por conocer la noche de la capital, se había informado de los locales de moda y
llevó a Pedro como si de un viacrucis se tratara por todas las salas que los
jóvenes frecuentaban. Pedro se embriagó de alcohol, de música pop, de nuevas
formas de vestir, del humo del tabaco y del perfume de Aurora. Nueve meses
después nacería Carolina, fruto de aquella celebración desenfrenada. Por aquel
entonces Pedro podía pagar un modesto alquiler alejado del centro y Aurora
había cambiado los escenarios por la taquilla del teatro donde trabajaba. Sin
embargo y, aunque nadie daba un duro por ellos, ambos habían encontrado en el
otro su complemento perfecto.
Carolina
celebró su dieciocho cumpleaños con la peor de las noticias: volvían al sur, a la
ciudad de origen de su familia. Su padre iba a ser el director regional del
diario en el que llevaba media vida y su madre echaba de menos vivir cerca de
los suyos. La madurez y la distancia la habían acercado a aquella familia de la
que años atrás quiso escapar. Aunque su situación económica era cómoda, no
podían permitirse pagar la nueva casa de Sevilla y dejar a Carol en Madrid con
un alquiler, por lo que tendría que hacer la carrera de arquitectura en su
nuevo destino. Desde que se había enterado de la mudanza apenas cruzaba palabra
con sus padres. Justo cuando empezaba a disfrutar de todo lo que Madrid podía
ofrecer a la juventud, ella tendría que irse a otra ciudad y empezar de cero.
Conocía a algunas chicas del barrio de las veces que habían estado visitando a
los abuelos, pero se sentía tremendamente desdichada con el cambio. El primer
día que llegó a la facultad sólo tenía ganas de llorar, aquello era diminuto
comparado con el que hubiera sido su campus en Madrid. A la hora del almuerzo
se sentó en el césped que crecía frente al edificio de arquitectura y sacó de
su bolsa el sándwich de pavo y la manzana. Ella no era una chica introvertida,
pero estaba tan enfadada con la vida que no tenía ganas de entablar
conversación con nadie. De repente un balón cayó sobre su regazo, haciendo que
la mitad del bocadillo quedara desparramado sobre el suelo. Cuando levantó la
vista dispuesta a descargar toda su frustración sobre el idiota que le había
terminado de aguar el día, se encontró con la sonrisa más bonita que jamás
había visto. El chico la miraba pidiendo disculpas y en dos segundos se sentó
junto a ella para ofrecerle la mitad del almuerzo que aún no había tocado.
—Perdona, en serio, mis amigos
son unos idiotas. Me llamo Juan ¿eres de primer curso?
—Sí, no pasa nada, no tenía hambre
apenas. Me llamo Carol, por cierto. ¿Eres de aquí o vienes de fuera? —dijo
atraída irremediablemente por el chico.
—Soy de aquí, pero por tu acento, tú
debes de ser de más arriba.
Carol sonrió y siguió charlando con el
joven. Ninguno volvió a clase ese día. Hablaron de sus vidas, de sus sueños, de
sus metas. Y a pesar de que ella era la hija única de un conocido periodista y
él el quinto hijo de un taxista, ambos intuyeron que habían encontrado a
alguien que marcaría sus vidas para siempre.

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