Un gorrión en la Gran Manzana
La conocí cuando apenas despuntaban los primeros rayos de sol del 1923. La mañana del uno de enero me encontraba en el Cotton Club, el epicentro del Jazz en Nueva York, recogiendo los desechos de la gran fiesta organizada para recibir el año nuevo. Desde que alcanzamos los veinte y el país resurgía con fuerza de la Guerra, Nueva York se erigía como una gran urbe y todo el que quería despuntar en negocios, cine o arte tenía que pasar bajo la antorcha de la gran dama. Parecía que los tiempos se revolucionaban: todos disfrutaban de bailar nuevos ritmos como el charlestón y acudir a una sala de cine era cita obligada para la burguesía neoyorkina. La mujer empezaba a tomar fuerza en la sociedad; bajo la firma de Cocó se acortaron las faldas y las largas pipas eran un signo de feminidad y liberación.
Nada más cruzó la puerta del club, vi en sus ojos cuánto anhelaba vestir los flecos y las perlas del cabaret, a pesar de que sus ropas delataban su procedencia humilde y sureña. Si algo había aprendido en estos cinco años siendo el chico para todo del Cotton, era a diferenciar con claridad los que llegan con ansias de fama, los abocados al fracaso y los destinados a la gloria. El brillo en los ojos de Cloe cuando se posaron sobre el escenario me reveló sus ganas de triunfar, pero no pude prever si sería de las muchas que se quedaban por el camino o de las muy pocas que veían su nombre sobre la entrada del local. En su rostro, de una belleza serena, lucía una sonrisa dulce y pícara a partes iguales, una sonrisa que podría desatar la locura de cualquier hombre. Entonces no podía imaginar lo acertada que fue mi primera impresión.
Como
muchas de las grandes historias, la suya también comenzó con un golpe de
suerte. Al mismo tiempo que Cloe preguntaba por el encargado del club, éste
salía de la oficina seguido por una joven que vociferaba una buena ristra de
insultos.
—¿Quién
eres tú, gorrioncito?
—preguntó
con desprecio el orondo encargado del Cotton.
—Soy
Cloe, señor. He venido a Nueva York para cantar, dicen que soy buena, señor.
—¿Quieres
trabajar? —ladró
mientras repasaba a la joven de arriba a abajo.
—Sí
señor, claro que sí, he preparado una canción y estaría encantada de hacer una
prueba si…
—Vale,
empiezas esta noche. Me he quedado sin camarera para los reservados y con una
ropa más adecuada podrías quedar bien. Vito te dará los detalles. Más vale que
lo hagas bien porque no doy segundas oportunidades, gorrión —le dijo mientras
salía del local.
Cloe
se sacudió la decepción irguiendo los hombros y aceptó aquel trabajo. No iba a
rendirse ahora, cuando había tenido el coraje de cruzar el país con diecisiete
años recién cumplidos cargada con una vieja maleta repleta de fotos de su
granja; había trabajado muy duro para ahorrar el dinero que la traería a la
gran manzana y había sido capaz de reunir las fuerzas para despedirse de sus decepcionados
padres. Atraído por su delicadeza me presenté y le enseñé todo sobre el club y cuáles
serían sus tareas aquella misma noche. El Cotton abriría a las nueve para
reunir a lo más granado de la sociedad neoyorkina, parejas ilustres, jóvenes
conquistadores y hermosas mujeres, directores en busca de nuevas caras y
aspirantes a estrella beberían champagne y bailarían hasta altas horas de la
noche. Negocios que se fundían con los excesos de la década dorada.
A
pesar de los nervios, Cloe aguantó toda la noche sirviendo copas en los reservados
junto al escenario. Suplía la inexperiencia con una dulce sonrisa y, en poco
tiempo, llamó la atención de Tony, el dueño del club. Mujeriego y engreído, Tony
era uno de los solteros más codiciados de la ciudad. Y aunque su aspecto
exterior parecía el de un señor de alta cuna, los bajos fondos de donde
provenía bullían en su interior. Algunos vinculaban su fortuna al contrabando,
otros a la mafia italiana pero, leyendas aparte, Tony había pasado de la nada a
ser el dueño de media ciudad.
En
pocas semanas el jefe descubrió la ingenuidad de Cloe y el porqué de su llegada
a la metrópoli. Y, poco a poco, el gorrioncito sureño fue sucumbiendo a los
encantos de Tony y al futuro que él le planteaba. Cuando las puertas del club
cerraban, Cloe me confesaba las insinuaciones de Tony, los roces distraídos, las
caricias robadas y la promesa de que actuaría en la noche de nuevos talentos de
abril. «Brillarás en la gran manzana», le decía el jefe cada noche. Y así la vi
perderse en el glamur de esta ciudad que emborracha los sentidos. Nuestra incipiente
amistad se fue diluyendo al mismo ritmo que crecía la obsesión de Tony por
ella. Día a día, la cándida sonrisa de Cloe fue dejando de brillar, hasta que
una noche desapareció por completo. Era la fiesta de San Patricio. Llegó como
si cargara el mundo sobre sus hombros, evitando cualquiera de mis intentos de
acercarme a ella. Cuando apenas quedaba una hora para cerrar, entré en el
almacén y la encontré llorando, sólo pudo decirme que estaba embarazada, mientras
sujetaba con fuerza su pañuelo. Su dolor me atravesó y la animé a hablar con
Tony, asegurándole que él se encargaría de todo, mentí como un cobarde porque
no podía verla llorar. Poco después la vi entre las bambalinas hablando con él;
Tony recibió la noticia con una carcajada cínica y cruel que destrozó al
pequeño gorrión sureño. «¿Este es tu plan para atraparme, estúpida?» Fueron las
palabras con las que desapareció. Aquel diecisiete de marzo fue la última vez que
vi a Cloe. Pasé muchas noches de desvelo pensando en su suerte, incluso me descubría
algunas mañanas leyendo los sucesos con temor de encontrar su trágico final.
Un
año después me llegó una carta al Cotton Club. Los trazos curvos de su
caligrafía trajeron a mi memoria la delicadeza de su rostro. Me contaba que había
sido duro volver al sur embarazada, pero la buena reputación de su familia
había hecho posible una boda antes de que el vientre se notase. Supuse que también
entró en juego una generosa dote. Ahora era una perfecta hija, una distinguida esposa
y una amante madre, pero ya no era capaz de cantar ni siquiera en el coro de la
Iglesia, como había hecho desde niña. Corazones como el de Cloe no tenían
cabida en el Nueva York de los felices años veinte.

Pobre gorrión... Y ¡cuántos gorriones más sucumbirían.
ResponderEliminarMe gusta, Irene.
¡Muchas gracias por leer Pepi!
ResponderEliminarQué triste que esa respuesta a la ingenuidad e inocencia, sea tan actual. ¡Enhorabuena por el relato!
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